Publicado en Mugalari, Gara 10/04/09
Desde su práctica artística, P.J., una artista nacida en los años 60, intentaba de forma indomable incidir en la sociedad y transformarla. Aún convenientemente instruida en el verdadero significado de la utopía vanguardista, conocedora del desencanto político de las generaciones que la precedieron y de la fuerte y despiadada capacidad neutralizadora del arte como institución, su empeño permanecía firme y sincero. La necesidad interior que la llevaba a poner en marcha los proyectos más diversos y comprometidos y a participar en las aventuras colectivas más radicales era tan cierta como los estados de conciencia en los que se cuece la inteligencia creativa, como el borboteo sensacional que se le atribuye a la inspiración. Algo en lo que, dicho sea de paso, ella nunca habría creído.
La satisfacción y la frustración que este tipo de empresas le fueron generando acabó constituyendo su más preciado bagaje, su mejor escuela y su lugar en el mundo, hasta saberse pequeña pero capaz, ilusa pero honesta, pobre y rica a la vez. Desde su práctica artística supo advertir los riesgos de elevar quejas en nombre de lo relegado sin hacer antes el intento de acercarse al sentido último que adquiere el olvido; o de querer ser portavoz sin haber sido llamado para ello. Entendió pronto eso que Craig Owens llama “la indignidad de hablar por otros” y pudo ver como la “estetización” del infortunio echaba por tierra la confianza de mucha gente hacia nuevas formas de arte, torpemente apellidado como “político”.
Cuando supo ver todo esto, fruto de la experiencia que más de una vez ella misma puso en duda como forma de conocimiento; cuando tuvo delante toda su probablemente inútil producción y los rastros que ésta había dejado, muchos de ellos olvidados, tapados, desconocidos, entonces supo que su verdadero trabajo estaba ya hecho, que esa “nada” que tenía por delante y por detrás era la mejor materia prima que nunca hubiera imaginado.
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