Publicado en Mugalari, Gara 4/12/09
Lamentó no haber apuntado esa idea tan brillante. Aunque recordaba el bienestar que le produjo tenerla, aislarla, darla como buena y hacerla digna de ser tenida en cuenta (porque en realidad la recordaba con capacidad de desarrollos múltiples, rica, fértil…, y recordaba además ese momento asociado a la consciencia de que el día iba a ser soleado). Pero lamentablemente no había apuntado la idea y por tanto no le reportaría beneficio. Recordaba, eso sí, con bastante fidelidad ese bienestar, esa sensación física, casi gustativa, que le produjo saberse todavía capaz de compactar una serie de pensamientos volátiles y aparentemente inconciliables en algo digno de progresar como concepto. O, por lo menos, capaz de formularse técnicamente como posibilidad. Daba igual, el regusto era lo que importaba; el recuerdo de ese instante era suficiente. ¿O no?
En cuanto K.O. recordaba esa agradable sensación le venía a la mente como un mazazo su incapacidad para atrapar aquella idea y bajarla al papel para tenerla detenida y en observación. Y así, en este proceso de indagación sobre el cómo y el por qué todo se había evaporado, iba pasando de un extremo al contrario. Del agrado a la frustración, de la sonrisa al resoplido de la impotencia. Un viaje sin retorno en el que se agotaban las posibilidades de encontrar la frecuencia mental adecuada para que las buenas ideas se manifestaran de nuevo.
K.O. temió por la posibilidad de que no volvieran nunca. Había soñado ya con esa terrible posibilidad en alguna ocasión y sabía que esa sensación tenía también su correlato gustativo. Era, como no, la amargura.
De esa forma se manifestaba la tensión y el stress en un profesional creativo como él al saberse un fragmento del capital. Así es como sufre hoy el precariado de la “clase creativa”, apremiado por la necesidad de ser máquinas de ideas brillantes y rentables. Desposeído de una experiencia propia.
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