Publicado en Mugalari, Gara 30/07/10
Las autoras de “La destrucción del arte”, Beatriz Yoldi y Dimitra Gozgou sostienen en su interesante estudio que los museos evitan dar información sobre los atentados contra su patrimonio artístico para, tal y como actúa la policía con los casos de suicidios, evitar «un contagio de agresiones en cadena». De hecho, los atentados son mucho más numerosos que los que llegamos a conocer, siendo sus motivaciones de lo más variado. El arte desata prejuicios, incomodidad religiosa, oposición política, iconoclasia o fetichismo que remueve esa misma emoción a la que intenta llegar el artista y que en ocasiones no consigue manifestarse más que a través de este tipo de reacciones; se trata de una rebeldía indomable que, al igual que la práctica artística, nos habla de nuestra circunstancia social.
En un apéndice del citado estudio se relatan algunos de los casos más significativos de estos ataques. Por ejemplo, el 10 de marzo de 1914, la sufragista Mary Richardson entró a la National Gallery de Londres y atacó con un cuchillo la obra de Velázquez “Venus del espejo”, asestándole varias puñaladas. Activista política miembro del WSPU (Women Social and Political Union), quería recordar que la justicia por la igualdad de las mujeres es más importante que una obra de arte. En el fondo de su acción se encontraba su solidaridad con Emily Pankhurst, activista feminista que se encontraba encarcelada y en huelga de hambre.
En 1891 un fanático religioso, Carey Warbington, lanzó una silla contra el cuadro “La Primavera”, de Bouguerau. Tras su arresto, explicó que había visto cuadros similares en casas “moralmente incorrectas” (supuestamente burdeles) y que no le gustaría que su madre o su hermana pudiesen contemplar cuadros así. Warbington fue declarado demente y se suicidó poco después. La anécdota es que el dueño de la obra compró la silla usada por el agresor y la exhibió junto con la obra restaurada por el mismo Bouguereau.
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