Publicado en Mugalari, Gara 5/11/10
El artista que se propone como principal objetivo el que su obra transcienda su tiempo tiene a favor la convicción en su trabajo y en contra, el tiempo. Cuando un creador enfrenta la historia como algo que le interpela, que le requiere y que le aborda, ya sea transitando por el páramo de la incomprensión o abatido en el pozo del fracaso, busca la manera de acudir a la cita sacando fuerzas de donde no hay. Cuando uno se ve por fin comprendido en el futuro, lejos de su realidad inmediata, cuando uno se ve tan claramente al otro lado del horizonte que por un momento todo lo que hace cobra sentido y se despliega con una lógica que le es ajena y misteriosa, es que en esa proyección se quiere ver algo parecido a lo que llaman “inspiración”.
Pero puede que todas estas situaciones no sean más que espejismos, ilusiones de las que se alimenta un mundo del arte homologado (en esto sí) con otras actividades profesionales en términos de éxito, fracaso, victoria o derrota.
Puede que la sola percepción de esa cita con la historia, de esa llamada, se entienda como una inmodestia, como una vergüenza inconfesable, e incluso que se advierta como un canto de sirenas emitido por las musas vendidas al capital con el objeto de sembrar el desconcierto creativo (de todos es sabido que la conspiración opera fundamentalmente como fuerza de creación). Puede que sea una trampa, una más de ese mar de tribulaciones que rodea a lo que un día pensamos ingenuamente que era el libre ejercicio de nuestro arte.
¿Se puede trabajar pensando en otro tiempo para la vida de la obra de uno? ¿Puede nuestro trabajo ser visto por nosotros desde el futuro? Y en ese caso, ¿a quién deberíamos ser fieles, a nuestro tiempo o a nuestra prospección artística? ¿Pero es que hay que ser fieles a alguien? ¿Ah, a nosotros mismos? ¿Quién gana la partida (yo), el compromiso con nuestra época (nosotros) o el compromiso con el futuro (no ya con la historia, pues eso pertenece a otra fábula)?
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