Publicado en Mugalari, Gara 31/12/10
Estuve pensando durante toda la mesa redonda a la que asistía como público, que una de las ponentes se había pintado la oreja. Concretamente la parte interior de la oreja, del pabellón auricular. Y pensé que quizá llevaría las dos orejas pintadas, podía ser. Me pareció muy interesante, muy atrevido, como correspondía a una artista joven y transgresora (L.H.R.). Pensé que si la gente se pinta los ojos y los labios por qué no las orejas. No conocía esta práctica en otras culturas ¿quizá en alguna sociedad primitiva o remota?, cabía la posibilidad pero no tenía constancia.
En la primera de las intervenciones de la artista comprendí que sus ideas y el modo de expresarlas eran completamente coherentes, acordes con su radical decisión. El temperamento que mostraba convertía su determinación en una pintura de guerra, en un quebrantamiento enérgico del orden estético establecido.
Cuando se giró, variando así la visión que yo tenía de su figura, advertí que era un mechón de pelo el que se ajustaba perfectamente a la forma de la oreja, un mechón de pelo rosa que era parte de su cresta caída y teñida y que se amoldaba a los pliegues de la oreja. Algo cambió entonces. Pensé que esta circunstancia no debería alterar mi opinión y de hecho no desapareció el encanto de la artista, pero sus palabras a partir de entonces adquirieron para mi otro tono, no alcanzaban la intensidad con la que anteriormente habían puesto en jaque el debate; no emitían la misma tensión que cuando fueron dichas con una (o dos) orejas rosas.
Saqué en conclusión que las orejas pintadas eran un argumento lamentablemente inexplorado. El equivoco al que me enfrentaba era, no solo la demostración de que todavía es posible una cosmética divergente, capaz de modificar los colores y los tonos en la recepción de los actos y de las palabras, sino que también se convertía en un recordatorio de las cosas que nunca me atreví a hacer y que todavía resuenan en mi imaginación como oportunidades perdidas. 2011: nunca es tarde…
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