La acción es el hervor del
pensamiento. Tanto en el sobresalto que alimenta lo cotidiano como en el
desasosiego con que miramos hacia delante está en juego nuestra dignidad.
La perspectiva actual de la producción artística y cultural nos lo viene indicando desde hace ya tiempo. El arte y el pensamiento han acabado siendo inocuos porque ya no hacen frente a la obviedad, y en ese camino, las ideas dejaron de tener tras de si un grito colectivo capaz de amplificarlas con la suficiente fuerza subversora. Ahora manda el sobresalto, el desasosiego y la obviedad. Una y otra vez volvemos a preguntarnos si es posible cambiar el libro de autoayuda por una actitud que desafíe a lo anodino y una y otra vez nos ahoga la inmediatez y la urgencia de aquello que (dicen) nos va a afectar gravemente. El campo del arte parece haberse anquilosado ante esta situación; primero en las aulas, luego en los resortes críticos de producción que ofrecían algunas grietas de la institución y finalmente en la incapacidad del propio “campo del arte” para pensar en lo colectivo como fuerza de creación.
Las ideas que verdaderamente cambian el mundo no salen de la cabeza genial de alguien sino de prácticas sociales que son necesariamente colectivas, y en el mundo de las artes visuales se ha hablado demasiado de participación y de industria y muy poco de implicación. La aparente libertad temática y formal de la que goza el arte está supeditada a nuevos sistemas de control y legitimación que ejercen su poder de forma sutil y eficaz (sobresalto, miedo, individuación de la vida). La dignidad del trabajo artístico pasa por hacer frente a su propia inacción.
La perspectiva actual de la producción artística y cultural nos lo viene indicando desde hace ya tiempo. El arte y el pensamiento han acabado siendo inocuos porque ya no hacen frente a la obviedad, y en ese camino, las ideas dejaron de tener tras de si un grito colectivo capaz de amplificarlas con la suficiente fuerza subversora. Ahora manda el sobresalto, el desasosiego y la obviedad. Una y otra vez volvemos a preguntarnos si es posible cambiar el libro de autoayuda por una actitud que desafíe a lo anodino y una y otra vez nos ahoga la inmediatez y la urgencia de aquello que (dicen) nos va a afectar gravemente. El campo del arte parece haberse anquilosado ante esta situación; primero en las aulas, luego en los resortes críticos de producción que ofrecían algunas grietas de la institución y finalmente en la incapacidad del propio “campo del arte” para pensar en lo colectivo como fuerza de creación.
Las ideas que verdaderamente cambian el mundo no salen de la cabeza genial de alguien sino de prácticas sociales que son necesariamente colectivas, y en el mundo de las artes visuales se ha hablado demasiado de participación y de industria y muy poco de implicación. La aparente libertad temática y formal de la que goza el arte está supeditada a nuevos sistemas de control y legitimación que ejercen su poder de forma sutil y eficaz (sobresalto, miedo, individuación de la vida). La dignidad del trabajo artístico pasa por hacer frente a su propia inacción.
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