Publicado en 7ka, Gara 16/11/14
Les
animo a trazar una ruta artística, un plan que nos permita tener una visión de
conjunto de la actividad expositiva a través de distintas muestras. Al visitar
dos, tres exposiciones consecutivamente encontraremos en ellas algunas conexiones
que, al margen del valor de sus aportaciones estéticas o de otro tipo, nos harán
reflexionar sobre sus diferencias. Seguramente el patrón que guíe esta
reflexión se encontrará en el uso que se hace en cada caso de la propia idea de
exposición más que en sus contenidos. Quizá sea esa idea sobre “lo que tiene que ser una exposición” lo
que condiciona nuestras opiniones sobre la calidad o el interés de cada una de
las propuestas.
En
una exposición concurren muchas circunstancias. Más allá de la disciplina o la
indisciplina artística, más allá de la individualidad o la colectividad de la
muestra, de su cualidad histórica o de su contemporaneidad, una exposición nos
ha de plantear preguntas. O al menos eso es lo que se pide a una exposición. Se
le pide que huya de la convención, de lo previsible, se le pide una visión
divergente, un chisporroteo intelectual, una nueva configuración del espacio y del tiempo que habitamos. Se le piden
preguntas. Y una ruta artística como la que podemos trazar en nuestro panorama
más inmediato supone casi siempre una avalancha de preguntas. Por suerte, dar
con las respuestas es aquí secundario.
Veamos dos tipos de exposición, dos surtidores
de preguntas. La Sala Rekalde de Bilbo
acoge una muestra de la fotógrafa Lynne Cohen (Wisconsin, 1944 -
Montreal, 2014). Las setenta y ocho obras de que consta nos ofrece una
magnífica panorámica del trabajo de esta indispensable autora. No se trata de
enjuiciar las obras, no es el momento ni el lugar, sino de valorar cómo se
muestra este repertorio de imágenes. Porque esta “exposición – catálogo”
nos pregunta por el tipo de personas que habitan esos inquietantes espacios
vacíos, esas estancias privadas y de trabajo, laboratorios, aulas, consultas,
salones de baile, simuladores de vuelo, celdas... Paseamos por la sala frente a
las imágenes de gran tamaño y siempre encontramos una duda, un interrogación en
forma de objeto, de rastro o de pista. Un indicio o una señal que dispara
nuestra imaginación y que provoca una historia. Son imágenes capaces de suscitar
preguntas en forma de ficción, de intriga o de curiosidad sociológica.
El complejo proceso de trabajo en el que se basa
una exposición como “El contrato”, en la Alhóndiga de Bilbo, es en sí una pregunta. El montaje, la articulación de
la muestra y su recorrido es lo que nos permite acceder a las obras expuestas. Aquí
la exposición es un magnífico laberinto construido en base a la
multiplicidad de preguntas que se sugieren. Las preguntas aquí no están solo en
las obras que nos presenta sino en el vínculo que las ata, las enlaza y las
modula. En este caso, la exposición, como dispositivo cultural, adquiere preferencia.
Nos pregunta sobre las formas que puede adquirir una exposición, sobre aquello de
lo que surge, sobre aquello que la envuelve o la arropa. Como si se tratase de
un texto, el público conforma un gran grupo de lectura que no puede más que
seguir haciéndose preguntas.
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