Publicado en 7ka, 18/01/14
Entre los propósitos para el nuevo año deberían
incluirse las buenas intenciones culturales, está claro. En este listado de objetivos
estarían, junto a la ansiada rebaja del IVA, la búsqueda de eso que nos reclaman
en otras actividades: sostenibilidad,
diversificación o excelencia.
La sostenibilidad en el “consumo” cultural podría
entenderse como el apoyo y la participación en aquellas prácticas alternativas,
independientes, de cercanía, en las que el enlace con los productores culturales
es mucho más directo, fortaleciendo así el tejido artístico y cultural. Nuestro
hábitat cultural necesita ahora más que nunca la protección de ciertos espacios,
experiencias e iniciativas en un sentido casi ecológico. Nada más eficaz en
este caso que la participación y la implicación en proyectos específicos de
esos que, a poco que nos interesemos, están en nuestro propio barrio. Esto es,
una implicación proactiva que superase la mera idea de “consumo”.
Por otro lado sería bueno entender la
diversificación del consumo cultural como algo que es capaz de ofrecernos
nuevos horizontes. Las nuevas propuestas escénicas o los territorios híbridos
de las artes visuales nos ayudan siempre a entender el significado de la
diversidad en la creación contemporánea. No podemos negar nuestra atención y
nuestro “apoyo-consumo” a una nueva escena en la que se diluyen las disciplinas
y en la que emergen nuevos y nuevas autoras de nuestro entorno que arriesgan
con su trabajo. Más de una vez el rechazo viene dado por el formato de la
propuesta o por la indeterminación de su temática, pero es preciso comprender
que hoy, la complejidad puede ser el mejor regalo de la producción cultural
frente a lo previsible y lo convencional de los grandes éxitos de la cartelera
universal.
La idea de excelencia unida al concepto de cultura
puede ser un arma de doble filo, pero para este listado de buenas intenciones que
nos proponemos cabe un breve ejercicio, una especie de GPS cultural que nos
indique nuestro propio rumbo, porque aquí manda el gusto, sí, pero también la
curiosidad y la audacia intelectual.
La escultura “La armonía del sonido”, del escultor irlandés Maximilian Pelzmann, instalada
en la fachada de la Basílica de Santa María, en Donostia, despierta todo tipo
de opiniones entre los paseantes. La obra, que permanecerá instalada de forma
temporal, nos facilita unas coordenadas bien interesantes pues lleva hasta el
espacio público (viniendo del espacio sagrado de la iglesia), un interrogante
sobre nuestra capacidad para aceptar nuevas formas, nuevos desafíos. El
carácter abierto de la ciudad y el tránsito cosmopolita de la calle 31 de
Agosto, seguro aceptarán el reto.
De otro lado, la
exposición “¡Quieto todo el mundo! Comienza la movida”, de la Sala Fundación Caja Vital de Gasteiz, repasa
el movimiento cultural que marcó la década de los ochenta. Pero lamentablemente
la revisión no solo cae en los tópicos, sino que anula toda forma crítica,
evacúa toda perspectiva política, ignora episodios fundamentales y convierte la
muestra en un amasijo incoherente de nombres, objetos y datos, entre los que se
hace destacar por sus organizadores nada más y nada menos que el “verdadero
coche fantástico”.
Como si las entidades
bancarias y financieras no nos hubieran tratado suficientemente mal, las formas
culturales que nos ofrecen a través de sus mecanismos de enajenación resultan
tan burdas como equívocas. Propósitos y despropósitos.
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