Gracias a la exposición retrospectiva de Jeff Koons en el Guggenheim de Bilbo el verano ha sido más luminoso, más divertido, más turístico. En ocasiones como esta, la crítica cultural o cualquier atisbo de crónica artística se hace absurda pues queda aplastada por la evidencia. Y en este caso lo evidente son las cifras, el éxito, la amabilidad de las formas, el destello de un artista que supo plegarse a la lógica económico – festiva en la que surgió, allá por la década de los ochenta, y que ha sabido mantenerse en cifras record gracias a una envidiable labor de cirugía “mercadoplástica”. Basta con ver el spot que anuncia la exposición; el video en cuestión, que puede verse en la web del museo, es ya toda una obra de arte que explica bien la singularidad de muestra y autor: la sombra de Puppy agita el rabo ante la alegría de ver a su creador llegando al museo en un coche de alta gama. Jeff Koons baja del auto como si se tratase de un ejecutivo estrella; elegante, impecable (¡aquí hay pasta!), su deslumbrante sonrisa resume a las mil maravillas esa mercadoplástia (¿aquí hay juventud?), capaz de hacernos entender que sólo se vive una vez.
Hay que reconocer que Koons
ha desarrollado un trabajo singular e inconfundible que le ha convertido en una
figura del arte, una especie de estrella cinematográfica cercana y
arrebatadora, uno de los objetivos primordiales de su proyecto artístico: la
reafirmación de la personalidad del autor, entendiendo, eso sí, el marketing
como una de las bellas artes. La comunicación pública de la exposición habla de
su trabajo como “desprovisto del halo de inaccesibilidad que rodea a otras
obras de arte contemporáneo”. Bajo este supuesto valor, su trabajo es “fácilmente
reconocible, es atractivo para el gran público y bebe de innumerables fuentes
de la historia del arte, como el Surrealismo, el Pop Art y el Dadaísmo”. De
este modo y con destino a un público masivo, la institución museística propone
un ejercicio de sincretismo audaz, en consonancia con su tiempo y lejos de
complicaciones conceptuales o de infumables discursos sociales que nadie
entiende. ¡Disfrutemos del verano!
Y seamos sinceros, la
habilidad del autor es innegable, porque si bien su capacidad para la
exaltación de lo superfluo puede resultar bochornosa, también puede entenderse
como un sofisticado mecanismo de puesta en evidencia, como una ficción
perfectamente tramada para el develamiento final de la gran falacia del arte
contemporáneo. Pero en este arriesgado giro que parece ofrecer la trama y que
nos hace pensar, desconfiar y esbozar una sonrisa, vuelve a quedar en suspenso
el desenlace. Otra vez pendiente, desactivado, y es ahí en donde detectamos de
nuevo la imposibilidad de renunciar al espacio de confort en el que trabajan
ciertos artistas. Quizá en su negativa a ese posible desenlace y en su
obstinada huida hacia delante nos quiera hacer partícipes de ese develamiento,
como si hubiera un mensaje secreto en el rictus cerámico de Michael Jackson o
en la sonrisa vertical de Cicciolina.
Y cuando ya habíamos
llegado a esta socorrida conclusión, se nos adelanta de nuevo el propio museo: “Las
obras de Koons nos invitan a afianzar nuestra individualidad y a romper con
ciertos tabúes y convenciones que nos encasillan y limitan nuestro papel dentro
de la sociedad. Koons utiliza el arte como revulsivo, como motor para el cambio
social”. Ahí queda eso.
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